Entre todas las virtudes humanas, hay dos que se consideran las “virtudes madres”, que son la humildad y la caridad.
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es como un montón muy voluminoso de paja que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda derrumbado y desecho.
No podría darse una autentica personalidad humana sino se adquiere la virtud de la humildad. El humilde tiene, además una especial facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente en gustos, en formación y en edad.
En la medida que el hombre se olvida de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás. El humilde no gusta de exhibiciones; sabe que se encuentra en el puesto que ocupa para servir, para cumplir una misión. Hemos de estar en nuestro sitio, evitando que la ambición nos ofusque. La persona humilde sabe cumplir con su papel, se siente centrada y es feliz en su quehacer. Además, es siempre una ayuda para los demás. Conoce sus limitaciones y posibilidades y no se deja engañar por su ambición. Sus cualidades son ayuda, mayor o menor, pero nunca estorbo; cumple su función dentro del conjunto.
Otra manifestación de la humildad es evitar el juicio negativo sobre otras personas. Veremos a los demás con respeto y comprensión que llevaran, cuando sea necesario, a la corrección fraterna.
Entre los caminos para llegar a la humildad está el desearla ardientemente, valorarla y fijarla como un objetivo de conducta. Recibir con alegría la corrección fraterna que nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, y sobre todo la alcanzaremos a través del ejercicio de la caridad.
La humildad nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los defectos de quienes nos rodean y también con los propios. No incita a prestar pequeños servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia y sin pedir nada a cambio.
Si buscamos una roca firme para edificar en nosotros la humildad, cada día encontraremos incontables ocasiones para ejercitarla, como por ejemplo: hablar solo lo necesario – o mejor un poco menos – de nosotros mismos; ser agradecidos por los pequeños favores recibidos; rechazar los pensamiento inútiles de vanidad o vanagloria; dejarse ayudar; pedir consejo; ser muy sincero con uno mismo.
Cuando luchamos por alcanzar esta virtud somos eficaces y fuertes. La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores, pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día.
Reunión de Excesos
Septiembre 15, 2010
La humildad está en el fundamento de todas las virtudes y sin ella ninguna podría desarrollarse. Sin la humildad todo lo demás es como un montón muy voluminoso de paja que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos queda derrumbado y desecho.
No podría darse una autentica personalidad humana sino se adquiere la virtud de la humildad. El humilde tiene, además una especial facilidad para la amistad, incluso con gente muy diferente en gustos, en formación y en edad.
En la medida que el hombre se olvida de sí mismo, puede preocuparse y atender a los demás. El humilde no gusta de exhibiciones; sabe que se encuentra en el puesto que ocupa para servir, para cumplir una misión. Hemos de estar en nuestro sitio, evitando que la ambición nos ofusque. La persona humilde sabe cumplir con su papel, se siente centrada y es feliz en su quehacer. Además, es siempre una ayuda para los demás. Conoce sus limitaciones y posibilidades y no se deja engañar por su ambición. Sus cualidades son ayuda, mayor o menor, pero nunca estorbo; cumple su función dentro del conjunto.
Otra manifestación de la humildad es evitar el juicio negativo sobre otras personas. Veremos a los demás con respeto y comprensión que llevaran, cuando sea necesario, a la corrección fraterna.
Entre los caminos para llegar a la humildad está el desearla ardientemente, valorarla y fijarla como un objetivo de conducta. Recibir con alegría la corrección fraterna que nos hacen; aceptar las humillaciones en silencio, y sobre todo la alcanzaremos a través del ejercicio de la caridad.
La humildad nos dispone y nos ayuda a tener paciencia con los defectos de quienes nos rodean y también con los propios. No incita a prestar pequeños servicios en la convivencia diaria, sin darles excesiva importancia y sin pedir nada a cambio.
Si buscamos una roca firme para edificar en nosotros la humildad, cada día encontraremos incontables ocasiones para ejercitarla, como por ejemplo: hablar solo lo necesario – o mejor un poco menos – de nosotros mismos; ser agradecidos por los pequeños favores recibidos; rechazar los pensamiento inútiles de vanidad o vanagloria; dejarse ayudar; pedir consejo; ser muy sincero con uno mismo.
Cuando luchamos por alcanzar esta virtud somos eficaces y fuertes. La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores, pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día.
Reunión de Excesos
Septiembre 15, 2010